Iba un caminante buscando un camino
que le pudiera llevar…
a esa Fuente Divina
donde pudiera su sed calmar.
Iba pidiendo a los cielos
que le marcara el camino a pisar.
Estaba buscando por todo los lados…
un señuelo, que le pudiera encauzar
para encontrar esa Fuente
que tanto buscaba en su interioridad.
¡Pobre locuelo, que no hacía más que pedir,
y no se daba cuenta
que iba pisando en el suelo
el agua de la fuente del Vivir!
Solamente... poco a poco ..
se pudo encontrar
con el agua, que le encharcaba
los pies en su caminar.
Entonces miró asombrado
y vio de dónde salía el caudal,
y dijo extasiado:
“¡Padre, perdona nuestra poquedad!...
¡Vamos por el mundo
pidiendo sin parar…
lo que tenemos en nosotros mismos
y ya nos anega por todo lugar!
Seamos conscientes
de esa agua del saber
y vivamos plenamente
para calmar nuestra sed.
Es la luz de la vida,
es la luz del amor la que nos inunda
y nos calma las heridas
que nosotros mismos nos hacemos,
por no usar nuestro pundonor,
de ir mirando en nuestros adentros,
no mirando a otro lugar
y no clamar tanto al cielo,
sino buscar el consuelo
de lo que Él ya nos ha vertido sin parar”.
El caminante se queda parado,
eleva el pensamiento al cielo
y dice sin palabras soltar:
“¡Perdona Padre amado, mi poquedad!
Ya sé que no somos perfectos,
pues tan poca cosa podemos ser…
que todavía vamos clamando en la vida
aquello que ya nos has vertido
dentro de nuestro ser.
Que seamos todos conscientes
¡y valientes para poder luchar…
contra nosotros mismos!,
¡No contra nadie más!"
Y bebamos,
¡Bebamos con consuelo el Agua Divina
que el Cristo nos pudo entregar!