Al abrir los ojos vio el resplandor. Era la primera luz, todavía tenue, la que le acababa de despertar como cada mañana. A pesar de que las sombras dominaban su entorno con mayor fuerza que la claridad, el chico se levantó de un salto y en silencio. Así día tras día. Sus padres y sus hermanas dormían. La misma escena de siempre, con la esperanza de salir de aquel barracón donde se refugiaban más de cincuenta personas, contando los últimos refugiados llegados dos días antes.
Con sus pies descalzos pero ágil al andar salió para afuera. Una vez en el exterior, sus manos no paraban; no dejaba de rascarse la sucia camiseta. Era el único momento en el que se sentía solo y siempre le parecía muy especial; como si fuese el único habitante de aquel campo. Después, todo se hacía más difícil, respirar, caminar e incluso reír. La enfermera le había dicho el primer día que su sonrisa era muy contagiosa.
Corrió por una callejuela de su barracón a la que llamaban: “callejuela de la luz”, porque el Sol caía de lleno sobre ella. No estaba lejos de las alambradas; en realidad, dentro del campo nada estaba lejos. El chico no miró la altura que tenía la alambrada; tampoco miró a su derecha e izquierda, donde estaban las torres de vigilancia. El amanecer era su mayor ilusión. Su mirada estaba fija en la montaña lejana del horizonte. El amanecer, para él, era presagio, certeza y seguridad. Si algo no fallaba nunca, si en algo podía confiar… era en que cada mañana estaría allí el Sol. A diario hablaba con él; le decía:
-Tú eres el único que no me fallas; tengo la esperanza de que seas tú quien me dé la libertad.
Su madre le había dicho que aquel Sol era el mismo de la aldea que aún recordaba, y que también era el mismo que alumbraba el resto del mundo, el gran mundo, porque el Sol era el más libre de los prodigios de la Naturaleza, el más vivo, el más poderoso y el más fuerte. Su madre le había dicho que estaba allí mucho antes de que llegaran ellos y que seguiría mucho después de haberse ido. Su madre no se refería a ellos mismos o a los refugiados del campo, se refería a los humanos todos. ¡Claro que eso para él… era demasiado profundo y no lo acababa de comprender! ¡Se contentaba con saber que el Sol era su mejor amigo!
Se miraba las manos, brillando por el Sol:
-Tienes alas. Mi madre dice que estás en todas partes; que eres único; que no nos fallas.
El resplandor cada vez fue mayor, las sombras menores; el cielo dejó de ser oscuro y se tornó rojo, amarillo y blanco, y de nuevo azul. Los ojos del chico se centraban en el punto por el cual despuntaría el Astro Rey. Le hubiera gustado verle del otro lado de la alambrada, sin barreras ni fronteras, como en su aldea.
El chico cerró los ojos y sintió las alas del Sol en su corazón. Al parecer, el primer atisbo de mayor luminosidad allí estaba, fiel a su cita, despuntando con la misma lentitud majestuosa de siempre, inalterable y solemne. Era hermoso su elegante despertar.
Los ojos del chico se llenaron de él. Si el Sol era un todo celestial, sus ojos eran como dos lunas llenas y pensaba: “Pronto el gran Sol sobrevolará las alambradas, simbolizando la libertad” –y dio un gran suspiro.
-¿Qué te pasa? –le preguntó un amigo del barracón-.
-Es el Sol –contestó-.
-¿Qué le pasa al Sol?
-Me gusta mirarlo; mejor dicho, me gusta lo que es y lo que representa.
-Y ¿Qué es?
-Es grande, fuerte, libre… y está vivo. Cada mañana, cuando me levanto, voy a verlo salir. ¡Es impresionante! Él extiende sus alas.
-¡El Sol no tiene alas! –le dijo su amigo-.
-Una vez mi padre me dijo que la imaginación tenía alas, y yo le dije lo mismo que tú ahora. ¿Sabes lo que me contestó? Que todo lo bello de la vida tiene alas. Primero… no supe a qué se refería, pero después sí. Los pensamientos y la felicidad son como el pájaro dorado de las montañas. Sólo con la imaginación podemos vernos al otro lado de la alambrada.
-Mi padre nunca me dice esas cosas –dijo su amigo-.
-Te dirá otras; todos los padres lo hacen.
-El mío no.
-Puede que no quieras oírle. Yo sé cuándo el mío quiere hablar y trato de que lo haga; no siempre le resulta fácil; hay muchas preguntas que ni siquiera ellos pueden contestar y se sienten mal a causa de ello.
-¡Estás un poco loco! –le contestó el amigo burlándose de él.
-Los locos son felices –le dijo el chico-. Saldremos de este lugar y dentro de unos años recordaremos todo esto como una parte importante de nuestras vidas. Quizá la más importante. He aprendido aquí más en estos años que en toda mi vida.
-¡Este sitio me parece horrible; es una maldita cárcel!
-Todos sabemos que es una cárcel –le dijo el chico-, lo importante es que nosotros no nos sintamos prisioneros; esa es la diferencia.
-¿Y si no salimos de aquí nunca?
-Te digo que saldremos –le dijo confiadamente-.
-¿Por qué estás tan seguro? –le volvió a preguntar su amigo-.
“Su amigo lo que necesitaba era enfrentarse a los hechos; a los buenos y a los malos” y continuó diciendo:
-Lo importante, amigo, es vivir. Mi padre dice que cuando la esperanza se pierde, con ella desaparece el aliento de la vida. ¡No has de tener miedo amigo mío! Mi padre dice que las cosas han cambiado un poco. Él habla con personas que se preocupan de nosotros; puede que en casa todo vaya ya mejor, y en cualquier momento se abran las puertas… y encontraremos la libertad.