En un lugar del gran mar vivían varias familias de peces. Todos en una bella armonía podían vivir. Tenían sus leyes, unas leyes buenas que les ayudaban a regir su vida.
Había peces mayores; había peces pequeños; había peces de todos los tamaños y los había de formas variadas.
A veces, se agrupaban entre ellos y nadaban dando un buen paseo, recorrían diversos sitios del fondo del mar. Pero siempre llevaban un guía que iba a la cabeza y era el que les conducía.
Muchos días veían pasar un barco muy grande al que saludaban de mil amores porque, casi siempre, dejaba una estela brillante reflejada en el agua y cuando algún pez pasaba por ella se inundaba de amor y alegría. Por ello, todos esperaban ansiosos el momento de ver aquel barco que no era como los demás. Era un barco blanco y luminoso, parecía hecho de cristal, con adornos de diamantes y una bandera blanca que ondeaba graciosamente e inspiraba paz. También tenía una campana que al sonar hacía vibrar el corazón. Este barco hacía viajes de ida y vuelta. A la vuelta siempre venía cargado de lucecitas; muchas, muchas lucecitas podía traer y era maravilloso verlo, tan brillante, tan bonito…
Todos los pececillos le saludaban con sus colitas y cuando el barco les veía, tocaba la campana de tal forma que parecía decirles:
.-Gracias por permitirme pasar por vuestras aguas, gracias por ser buenos y vivir en paz.
Todos los peces cumplían las leyes porque ellos mismos las habían aceptado voluntariamente. Esta era una condición para vivir en aquel lugar.
Estas leyes eran muchas, pero todas muy buenas. Entre otras, tenían las de: amarse; respetarse; ser humildes; estar contentos; vivir en paz; ser obedientes… y otras muchas, pero todas buenas y las cumplían verdaderamente y con toda sinceridad.
Existía un pez que era el mayor de todos y por este motivo había tenido muchas experiencias. Había recorrido todos los lugares de aquel mar y sabía donde existía peligro y por donde se podía nadar tranquilamente. Este pez era el que había seleccionado a los peces guía y les había enseñado las rutas por las que podían llevar a pasear a los demás peces, pero también les había indicado algunos lugares a los que no debían ir. Y todos le obedecían.
Cierto día, cuando un banco de peces paseaba, con su pez guía siempre a la cabeza, un pececillo pequeño de los que iban en el grupo, sintió mucha curiosidad por ir a otro lugar que no estaba en la ruta:
- ¿Qué habrá al final de esa cueva? -se preguntaba-
Y aprovechando que nadie le estaba mirando, se escapó y se fue él solo a investigar. Se metió en la cueva y de repente no veía nada. Una oscuridad total le invadió y sintió miedo. Tanto miedo y debilidad sentía que en lugar de salir fuera de la cueva, parecía que un imán le llevaba hacia dentro. Dio varias vueltas y llegó a marearse.
- ¡Ay Dios mío! -pensó- ¡qué he hecho!, he desobedecido, ¿cómo podré salir de aquí?
En ese momento escuchó una campana.
- No puede ser, parece la campana del gran barco blanco, ¿estaré soñando?
Y la campana sonaba y sonaba cada vez más y más.
¡Cuánto tiempo pasó el pez así!, parecía haber perdido la noción del tiempo y pensaba:
- ¿Me perdonarán mis hermanos? ¡Ay Dios mío! Que yo les quiero mucho a todos, que yo quiero volver con ellos. Qué tristeza, no veo nada, con lo bonita que era la luz, con lo bello que era ese barco del que yo escucho ese repiqueteo.
Al pensar así, parecía como si poco a poco fuera desapareciendo la oscuridad y el pececillo que se encontraba en un pasillo de la cueva, veía muchas lucecitas que a su lado pasaban. Parecía que llevaban prisa y se dirigían a un lugar concreto.
- Voy a seguirlas, quizá me equivoque pero tengo la sensación de que se dirigen al barco.
Efectivamente, así era. El pececillo se quedó asombrado al ver al barco al que tantas veces había saludado. Vio cómo cargaba aquellas lucecitas, tantas y tantas entraba en el barco que hasta los topes podía estar.
- Si yo pudiera entrar en el barco, llegaría hasta mi hogar -pensó- pero tan lleno está que no habrá sitio para mí. ¡Ay! ¡Qué dolor!
Y, arrepentido de lo que había hecho, empezó a llorar.
El barco se disponía a partir cuando el timonel sintió que alguien lloraba cerca de él:
.- ¿Quién sufre así? ¿quién tiene esa pena?
- Soy yo, un pececillo curioso que no obedecí y ahora estoy aquí solo y no sé cómo salir.
.- Sube al barco pececillo, sube que yo te llevaré a tu casa, y aprende esta lección: no vayas tú solo donde peligro haya; pide ayuda si a algún lugar peligroso quieres ir; pero, que no sea por curiosidad sino por deber. Hay muchos hermanos que encantados irían contigo si humildemente lo pides. Y sobre todo, pon tu confianza en Dios.
El pececillo subió al barco y cuando llegó a su hogar, arrepentido bajó los ojos:
- Perdonadme hermanos, he sido muy atrevido. Debí pedir consejo, no debí escaparme y menos ir solo. ¡Perdón!
Todos los demás peces que esperando ver pasar al barco para saludarle y poder sentir ese amor que su estela dejaba, se habían reunido, al ver bajar al pececillo saltaban de alegría pues le habían echado de menos.
.- Querido hermano, cuánto hemos sufrido por ti. Todos te queremos mucho y a Dios hemos rogado para verte pronto a nuestro lado.
Todos daban gracias al barco que les devolvió a su amigo.
Así, juntos volvieron a estar y este pececillo cumplió como nadie las leyes: repartía amor, alegría y bondad.
Y los peces, una pregunta se podían hacer:
.- ¿Dónde irá ese barco?, ¿quién será su timonel?...