Hace muchos tiempos, vivía un rey llamado Federico, que encontró en su territorio grandes minas de oro que le hicieron muy rico.
En sus ruegos, él siempre pedía tener muchas riquezas, y las consiguió. Pero la avaricia le hacía querer aún más y puso a todos los habitantes a trabajar en las minas, obligándoles a abandonar sus oficios.
Un día el rey se fue de caza y las mujeres de la comarca se reunieron todas para ir a ver a la reina y le contaron todas las penas que les había causado el rey.
- Marcharos tranquilas -dijo la soberana, que era muy noble y desinteresada-, yo arreglaré todo esto.
Cuando las mujeres ya se habían marchado, mandó buscar a los mejores joyeros y les mandó fabricar, en secreto: panes, tortas y toda clase de manjares, pero todos ellos en oro.
Cuando regresó el rey a casa y pidió de comer, le sirvieron toda clase de manjares, los que él solía comer, pero todos dorados, de oro nada más.
- Esto es muy bonito y me alegra ver que soy muy rico -dijo el rey- pero en estos momentos… no quiero oro, sino comida.
- No tenemos otra cosa que ofreceros -contestó la reina-, y vos, rey mío, tenéis la culpa. Mandasteis a todos los habitantes a buscar oro y nadie cultiva ahora la tierra.
El rey calló, pero a partir de entonces, sólo mandó a las minas a unos cuantos hombres. Había comprendido que el oro no lo era todo en la vida.
Gracias a la noble reina, todo acabó en un buen final.