La Ciudad de Cemento


Era una ciudad muy grande que, a primera vista, daba la sensación de frialdad. Era una ciudad apagada y de color gris; era una ciudad donde las gentes no parecían vivir.

Todos los días transcurrían más o menos de la misma forma: las gentes iban deprisa y siempre estaban ocupadas. Era normal ver a los hombres y mujeres andando rápidamente; algunos tomaban el autobús, otros iban en coche. A menudo miraban el reloj y se les veía nerviosos.

Los edificios eran muy altos y de colores oscuros; las calles estaban asfaltadas y era difícil encontrar algún árbol. Cada vez había menos; algunos fueron cortados para en su lugar, construir un gran edificio, otros se marchitaron pues les era difícil respirar.

Los hombres no se daban cuenta de la clase de vida que llevaban, ellos se creían felices. Tenían una meta en su vida a la que querían llegar y en este empeño perdían el tiempo. Esta meta era la de tener muchas cosas, cuantas más mejor; cuantas más tenían, creían encontrar mayor felicidad. Pero nadie había conseguido llegar al final, llegar a la meta.

Otras gentes más desgraciadas, vagaban por la ciudad pidiendo ayuda ya que no tenían casa y a veces ni comían, pero nadie les hacía caso. Todos iban tan deprisa que no notaban si alguien sufría a su alrededor. Ni siquiera se les había pasado por la imaginación el ayudar a alguien.

¿Y los niños?, no era corriente ver a los niños en la calle -a no ser aquellos que no tenían casa- La mayoría de los niños estaban alejados de sus padres, a los que sólo veían por la noche ya que estos vivían tan ocupados para poder tener muchas cosas que no tenían tiempo para estar toda la familia unida en el hogar.

A pesar de esta forma de vivir, que era la que dominaba en la sociedad, existían ciertas personas muy diferentes que sufrían mucho, pues veían que la mayoría de los hombres eran duros de corazón: no les importaba nada ni nadie, sólo pensaban en ellos mismos.

A este grupo de personas pertenecía un ancianito de pelo blanco y un rostro agradable cubierto de arrugas que dejaba, a veces, asomar una sonrisa. Al mirarle a los ojos dejaba entrever una paz interior y al mismo tiempo una tristeza, pues había contemplado cómo la sociedad había ido haciéndose cada vez más materialista. Él apreciaba mucho la Naturaleza y observaba el cielo, el Sol, las estrellas y pensaba en Dios. Siempre había tenido buen corazón y si alguien había necesitado algo, él había hecho todo lo posible por ayudarle. Había repartido amor por todas partes. Cada vez que hacía el bien, se sentía feliz; cada vez que daba amor, su corazón se hacía más grande; cada vez que observaba la Naturaleza, sentía felicidad.

Pero, ¡qué triste se ponía cuando pensaba en los hombres!:

.- ¡Qué pena!, qué triste es que los hombres no sepan apreciar este cielo, este aire que respiramos. Siempre van con esas prisas, siempre con ese pensamiento de querer tener más.

Así pensaba cuando observó que un niño le estaba mirando. Le miraba muy extrañado porque nunca había visto una persona tan mayor. Esto era normal ya que no se veían ancianos frecuentemente. En esta ciudad había unos lugares donde normalmente vivían las personas que ya no podían andar tan deprisa.

- ¡Hola niño!, acércate, no te asustes de mí.

El niño no salía de su asombro y tampoco pronunciaba ninguna palabra.

- ¿Te extrañas de verme? -le dijo el anciano-, yo soy una persona muy mayor, por eso tengo tantas arrugas y estoy tan débil. Pero yo fui un niño igual que tú, salvo por una diferencia: cuando yo era niño, vivía feliz, tenía muchos amigos con los que jugaba. En la ciudad se podía pasear tranquilamente y en mi casa tenía el cariño de mis padres que me enseñaron a amar a los demás, a ayudar al que lo necesitara. La vida era bonita y los hombres tenían a su alcance todos los medios para ser felices, pero por la ambición existente en sus corazones, ahora se ven prisioneros en sus trabajos, en su forma de vivir y aunque piensen que son felices, esta felicidad está muy lejos de sus corazones. Sólo piensan en llegar a la meta pero no saben que esa meta es inalcanzable porque siempre se podrán desear más cosas de las que se tienen. ¡Pobres hombres!, no se dan cuenta de la esclavitud en que viven.

El niño comenzó a interesarse por la vida del anciano:

.- Cuando tú eras niño ¿Qué juguetes tenías? Yo tengo muchos juguetes, los tengo casi todos.

- Y ¿Te diviertes con ellos?, le preguntó el anciano.

.- Me gusta mirarlos y ver todos los que tengo, ¡Mira! -y el niño sacó de su bolsillo un juego electrónico que llevaba- ¡Mira!, este es mi último regalo, pero me han prometido otros y ya estoy deseando tenerlos.

El anciano se entristeció mucho porque veía como a este niño le había sido inculcada esa forma de pensar y cuando fuera mayor, sería un hombre como los que ahora había: iría deprisa a su trabajo y sólo pensaría en tener y tener cosas.

- ¡Dios mío!, remedia esta enfermedad que corroe los corazones -pensó-. Y una lágrima cayó por sus mejillas.

El niño tampoco había visto nunca llorar y le llamó tanto la atención que quiso ir a tocar aquellas lágrimas. Al poner sus dedos en las mejillas del anciano, le dio un gran escalofrío y empezó a sentir una brisa que le acariciaba. Esta brisa se iba haciendo más intensa, más y más; ya era un viento fuerte e iba atravesando la ciudad. A su paso mecía los árboles, en cambio, chocaba muy fuerte contra los edificios. Los hombres, ante este viento quedaron parados, no podían correr. El viento no les hacía daño, le sentían como una brisa que se adentraba en sus corazones e iba barriendo toda la basura que en ellos se encontraba.

Todo parecía un sueño y los hombres se preguntaban:

- ¿Qué es esto?, esto no está previsto por nosotros. ¿Qué ocurre?

Y lo que ocurría era que nunca se habían parado a pensar que había alguien superior a ellos, alguien que dominaba todos los elementos, alguien que poseía todas las cosas materiales y no materiales, alguien todopoderoso.

Poco a poco, en los corazones de todos los hombres se iba aclarando la realidad de la vida y ahora se daban cuenta de su gran error: ¿Para qué ambicionar tantas cosas? ¿para qué querer tanto si así no podían disfrutar la cantidad de cosas bonitas que les ofrecía la vida, como el amor hacia los demás, el cariño de sus hijos, la paz de la naturaleza? Y todos pensaban así mientras esa brisa les iba despertando el corazón. Estaban parados en la calle o donde estuvieran y cuando el viento terminó, los hombres quedaron tranquilos, ya no corrían, iban andando por la calle y se miraban unos a otros, comenzaban a sonreír y como si hubiesen despertado de una pesadilla, buscaban a sus seres queridos. Ahora volvían a correr, pero ya no iban hacia su trabajo sino hacia sus hogares y todos se abrazaban contentos.

El niño al lado del anciano también rompió a llorar y los dos se abrazaron. El niño sintió ganas de saltar, de jugar, pero no con juguetes sino al aire libre y con otros niños.

Desde este día, los hombres ya no ambicionaban tener cosas, sólo lo imprescindible. Si veían a alguien sufriendo a su lado, le ayudaban. Todos vivían como hermanos.

La ciudad se volvió cálida y tranquila y el amor reinaba en todos los rincones. La ciudad ya no era gris ni apagada, era una ciudad alegre y con colorido, era una ciudad donde reinaba la felicidad.