La niña se llamaba Estrella y cuidaba con amor las flores de su jardín. Día a día las regaba y las protegía del viento inclemente y de la temperatura del Sol agostador. Arrancaba las malas hierbas que salían de su entorno.
Las llamaba a todas por su nombre y conversaba con ellas. Las flores no le respondían pero se inclinaban gentilmente como asintiendo a lo que Estrella les decía.
Un día las flores echaron en falta a su amita.
-¿Qué le habrá pasado?
Al día siguiente, tampoco salió al jardín, ni al otro, ni al siguiente. Las flores oyeron hablar a la cocinera que la niña estaba en el hospital y tan tristes se pusieron, que temblaron sobre sus esbeltos tallos.
Al fin, el jardín fue una hermosa fiesta: supieron que Estrella regresaba a casa completamente curada.
-¡Tendíamos que hacer algo para demostrarle nuestro cariño y nuestro afecto! -propuso la violeta-.
-¡Pero si no sabemos hacer nada! -se lamentó la humilde margarita.
-Podemos tratar de parecer más hermosas que nunca para alegrarle su vista -dijo la rosa-.
Y cuando Estrella llegó del hospital, todas las flores del jardín se erguían con alegría y gracia. ¡Parecía como si danzaran suavemente dándole la bienvenida! ¡Estaban hermosísimas y todas adornadas con las perlas del rocío!
Estrella, admirada, fue besando una a una a sus hermosas flores; flores que para ella eran sus mejores amigas. Ella siempre había creído que las flores tienen un cierto sentimiento y hoy ha comprobado que sí, ¡Que es cierto!