Los Cuatro Cisnes


En tiempos muy remotos, allá en el pequeño reino de las verdes tierras extranjeras, vivió el rey Arturo con su esposa Estela y sus cuatro hijos: la princesita Felisa y sus tres hermanitos, Fernando, Carlos y Alfonso.

Eran unos reyes que amaban mucho a sus cuatro hijos y amaban mucho a su reino. El reino de Arturo había atravesado unos años venturosos; las semillas se multiplicaron un ciento por uno porque el Sol lució a su tiempo y a su tiempo llegaron las lluvias, y los graneros estaban llenos y las esquilas del ganado eran música en los oídos de las gentes. También el mar y los ríos volcaban su carga plateada en las redes de los pescadores.

Los días festivos el rey Arturo y su esposa Estela con los principitos, se reunían con las gentes del pueblo y juntos y felices transcurría la jornada.

- Nuestro rey sí que es un buen rey -decían sus súbditos-. No se encierra tras las tapias de su jardín, sino que viene a nosotros y se entera directamente de nuestros problemas; comparte nuestras preocupaciones solucionándolas en la medida de sus posibilidades.

Era un buen rey el rey Arturo, pero además, la gente del reino se sentía muy complacida de la belleza de la reina, de las rosas de sus mejillas a las que ninguna de las reinas de los reinos vecinos pudieran compararse, y también se mostraban muy orgullosos de los cuatro príncipes; de que fueran sanos, alegres, bellos y afectuosos y de que Felisa, su princesa, riera y cantara con ellos y jugase con sus perros, palomas y corderos. Mas el reino de Arturo no podía seguir siendo siempre un reino feliz… porque en la Tierra hay que pagar tributo al dolor.

Todo empezó cuando la reina dejó de sonreír y se mostró huraña y perdió las rosas de sus mejillas. No acudía a mezclarse entre las gentes como antaño; paseaba solitaria hasta el rincón más alejado del parque y junto a la orilla del lago, les hablaba a los cisnes.

Eran cuatro cisnes de esbelto cuello, de dorados picos, de plumas suaves de deslumbradora blancura y movimientos majestuosos y lentos.

- Voy a morir -les decía la reina-, y nadie lo sabe. Yo deseo que la gente lo ignore y siga siendo feliz. Sólo vosotros lo sabéis, que sois cuatro como mis hijos; que como mis hijos alegráis la vista y desconocéis el mal.

Los cisnes, para alegrar a la reina, trenzaban bellas figuras sobre las aguas del lago y dejaban en ellas estelas caprichosas.

Y pasó el tiempo y llegaron los grandes fríos. Una mañana, los jardineros reales encontraron a la reina tendida junto al estanque; su cuerpo estaba frio y su alma había volado lejos del mundo perecedero. Todo el reino de Arturo lloró. Mientras tanto, los hijos vagaban por su gran palacio; las cosas no iban muy bien. La gente se lamentaba.

- Nuestro rey Arturo ya no se preocupa de nosotros.

Hasta el mar se volvió avaro… o quizá fue culpa de la tempestad. El mar se hizo hostil y las olas se levantaban tanto que jugaban a tirar los barcos como si fueran de papel. El rey… era como si no tuvieran rey…

Entonces, agrupado el pueblo ante el palacio, pidió a gritos un marido para la princesita real, un hombre fuerte que supiera gobernar.

Felisa, que amaba mucho al pueblo, prometió buscar un príncipe bueno que supiera gobernar. Los hijos de Arturo querían un príncipe que se pareciera a su padre antes de enfermar… pero el príncipe no acudía y el hambre y el descontento cundió.

- ¿Os dais cuenta hermanos? -dijo la princesa a sus hermanos-, un trono no significa únicamente llevar corona de pedrería, manto de armiño y mandar en los cortesanos y en el pueblo. Un trono ha de ser aceptado como un grande y hermoso deber; como el sacrificio de día a día durante toda una vida… y yo debo sacrificarme y encontrar ese príncipe.

Los cisnes se escaparon de la tempestad; alzaron sus vuelos y al fin estuvieron en lo más distante del lago, donde siempre había calma y un hombre extraño vestido con pardo sayal había hecho su hogar… que más que suyo, era de todos los habitantes del lugar, porque la casa era como una iglesia y en el interior, el pobre tomaba asiento junto al rico y nadie lo veía mal.

Aquel hombre ermitaño, amaba tanto las cosas creadas por Dios… que trataba a los animales como hermanos y hasta entendía su lenguaje. Dio cobijo a los cisnes durante la noche y les proporcionó alimentos. Por la mañana, había salido el Sol y dijo a los cuatro cisnes:

- Todo está en calma; pongamos las cosas de los hombres en manos de Dios.

Y fue en busca de su ahijado, el joven Alfonso, que no era príncipe pero sí era enérgico y valiente, humilde y voluntarioso. El ermitaño había encontrado a Alfonso una mañana a la orilla del lago; de eso hacía ya bastante tiempo, bastantes años, cuando no tendría más de una semana de vida. Desde entonces lo había cuidado y ahora, ya hombre, devolvió centuplicado al ermitaño el cariño que de él recibió. Alfonso mereció ser príncipe.

El ermitaño habló al muchacho. Este le escuchó y salió para ir en busca de la princesita, no guiado por la ambición, sino porque el ermitaño le había dicho:

- Allí te necesitan porque no han oído la palabra del Señor, y tú que sí que la has oído, puedes hablarles de Él y enseñarles a llevar con amor sus sufrimientos. Tú sabes por ti mismo cuidar los árboles y escoger las semillas, curar a los heridos y a los enfermos y sabes hablarles de nuestro Señor.

Los tres hermanos de la princesita quedaron maravillados oyéndole hablar de aquel Dios misericordioso y justo que pedía a los hombres que se amaran como hermanos. Y la bellísima Felisa comprendió que ese era el hombre esperado y necesitado en el reino… y el que esperaba su corazón.

Alfonso fue de casa en casa; en nombre de Dios, consolaba al afligido y convencía al opulento para que ayudara al más necesitado. Así, el grano se repartió conforme a las Doctrinas del Amor y pudo librarse la batalla contra el hambre. Luego Alfonso enseñó lo que a su vez le habían enseñado a él. Ayudó a los pescadores en los días de mar bravío. El pueblo entero rogó a Alfonso que fuera él el príncipe y gobernara ya que les había enseñado a amarse como hermanos.

El muchacho accedió. Cuando regresó a la ermita, conducía a Felisa para que el ermitaño les uniera en matrimonio. Tan sencilla fue la ceremonia… que únicamente los cuatro cisnes formaron la guardia de honor.